Me gusta mucho la idea, parece que estaba ahí escondida.
Desaprender lo aprendido. Nunca he querido dejar de ser un niño, y a veces me asusto. Pero un amigo, antes de escapar, me demostró día a día que eso de ser un niño no tiene demasiada relación con la edad, el paso del tiempo, las responsabilidades… Sino con la forma en que caminas. El pálpito viene a cuestionar muchas cosas. Si, como explicó Azorín, “la vejez es la pérdida de la curiosidad”, conozco a muchos adolescentes que crecen en el sentido inverso al de sus abuelos. Por ejemplo.
Nos han inculcado tantas cosas… Tantos valores que son en realidad eso, el precio que tenemos que pagar a cambio de esto, de lo otro, por aquello que llegará algún día, según pronostica esa segunda conciencia que a menudo aparece como omniscente, cuando sólo es reflejo de nuestros miedos, de las muchas necesidades que hemos creado. ¿Y de qué nos sirven? No hacen más que girar sobre obsesiones: poder abarcar, poseer y controlar cosas que son más grandes que nosotros, secretos de alquimista ante los que deberíamos sentirnos diminutos. Desaprender lo aprendido. Dejar de pagar con nuestra libertad, de olvidar nuestra felicidad y de buscar finales ignorando los caminos.
En Simone de Beauvoir encontré un grato reconocimiento: “un niño es un insurrecto”. Nos han enseñado a estar, pero no sé si en algún momento nos dejaron ser. Quizá por esa razón pude estar en los momentos más difíciles, cuando quería dudar en soledad, llorar cristales rotos; y quizá también pude estar, por lo mismo, en los momentos de más rabia, cuando hubiera preferido gritar que el rey va desnudo. Porque hay cosas para las que nadie nos ha preparado. Supongo que por eso nos vamos convirtiendo en una espiral de dudas, de pensamientos, que se entrelazan para hacerse más grandes, más complejos. Y sólo cuando respiramos y lo vemos todo como el caleidoscopio que en realidad es, sólo cuando olvidamos lo aprendido y aprendemos a mirar mientras exhalamos algo de equilibrio, sólo entonces, estamos preparados para continuar el viaje.
Me pregunto entonces que sería de las ideologías, de las modas, de las prisas, de las miserias, de todo lo establecido, del tic-tac de las máquinas, un reloj irreal que no entiende de tempos e instantes, si desaprendiéramos lo aprendido. Qué sería del odio, de los prejuicios, de las cadenas, si lo desaprendiéramos. Y me encanta, porque no es tan incierto como este presente que no bebe del pasado para la sed del presente, que no desaprende para aprender, que no quiere aceptar una realidad en constante transformación, dinámica como toda vida, como la naturaleza.
A mí me cuestan muchas cosas, como a todo el mundo, pero ser y mostrarnos como somos (lo que valemos) no nos cuesta nada. En todo caso, le costará al que tenga que aguantarnos;)
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